"No te me mueras. Voy a pintarte tu rostro en un relámpago tal como eres: dos ojos para ver lo visible y lo invisible,una nariz arcángel y una boca animal, y una sonrisa que me perdona, y algo sagrado y sin edad que vuela de tu frente,mujer, y me estremece, porque tu rostro es rostro del Espíritu.
Vienes y vas, y adoras al mar que te arrebata con su espuma, y te quedas inmóvil, oyendo que te llamo en el abismo de la noche, y me besas lo mismo que una ola.
Enigma fuiste. Enigma serás. No volarás conmigo.
Aquí, mujer, te dejo tu figura."
RETRATO DE MUJER
Gonzalo Rojas



lunes, 20 de septiembre de 2010

IX

“No me esperes esta noche, estaré ejercitando la imprudencia, intentaré dejarte el café servido para que despierte tu inconsciencia. No estaré sobre las sábanas, ni bajo ellas. No veré el gesto de macho herido que actúas con destreza. No implores por mis sabores ni encalles entre mis piernas, hay dos o tres silencios de distancia que aseguran mi ausencia. Me voy porque me asusta la nada y me aterra tu ceguera, porque la costumbre me ha dejado tantos sueños aún en vela, que ya ni sé cómo cargo, con tanta experticia, la impotencia. “


Todo lo que buscaba no estaba en aquel armario. No sabía que llevarse, abría y cerraba los cajones llenitos de ausencias, mientras iba dejando sobre la alfombra charquitos de tristeza. No sabía aún porque dolía tanto esta despedida, no habría ningún motivo para extrañarlo. Apenas conocía sus texturas y sus temblores, no supo de sus misterios y menos aún de sus temores. Figuraba como un espejismo en su vida, de esos que tan sólo con querer tocarlos ya se desvanecen, pero había un vacío entre sus huesos que no sanaba ni moría.

Llovieron doce inviernos tras su ventana, se amontonaron los soles y los arcoíris mas ella no vio nada. Hasta hoy, cuando acerca sus pasos al abismo y en el fondo encuentra su esperanza.

Lo dejaba en una esquina de la casa, con la piel atiborrada de suspiros, se detuvo sin querer, a mirar sus gestos de macho herido, no quería verle llorar, mas nunca le vio sonreír. Le acariciaba el alma con miradas tiernas, mas él nunca conoció el idioma de sus pupilas. Él estiraba sus manos para alcanzarle, pero Ella ya había tomado el paracaídas.

Caminó descalzo, sintiendo la ardiente humedad del suelo, se detuvo frente a sus recuerdos, volvió al cuarto mientras ella bajaba la escalera. Abrió sus misterios con los ojos atrapados y entre su impulso y el desconcierto encontró aquella hoja roneo en la que Ella había escrito tantos siglos antes… releyó cada frase con la agonía punzándole en el pecho… tal vez entonces comprendió esas palabras, tal vez aún guarda entre sus sienes el epitafio lúcido de quien se despide, pero no abandona…

“Detrás de mí, guardo tus historias, demasiado añejas ya para esta piel, te toco como para reconocerte y definitivamente eres el mismo de ayer. Estiro mis ganas para asombrarme, para producirte, para engañarme...pero eres y ya no soy, quizás un poco la que aun despierta a un lado de tu costilla, la que despeina tus días, mas ya no guardo el vértigo reservado a tus caricias, ya no se eriza mi piel bajo tu aliento, ya no titilan mis pupilas con tu mirada… ya no.”

Ella presintió sus pasos atrapándole la sombra y sintió sus ojos rasgándole la espalda, no quiso darse vuelta… pero al abrir la puerta supo que nunca más saldría, miró su abismo, tiró el paracaídas y su esperanza... mientras sentía estallar la bala certera, desde su columna a sus caderas.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

VIII

El la amaba, aseguraba ella, mientras cerraba la puerta a sus espaldas. Entre las cuatro paredes que conformaban su universo, ella giraba en desorden por los vértices de su silencio.
“Me ama porque me regaló un roce de sus manos a través de mi sombra”, se contaba orgullosa. “Me amó ayer, cuando lo ví venir con los ojos bajo el brazo, mucho viento en el pelo y una sonrisa guardada en la solapa”. “Me ama aunque su voz se haya extraviado en el tiempo”

El la amaba, con los instintos aplacados, con las vísceras dormidas y la saliva escarchada.
Ella se dejaba amar así, ausente, muda, resignada.

Ella era frágil ante sus besos, los iba recogiendo uno a uno los desparramados al viento, los teñía de rojo intenso y se los llevaba a los labios en un acto de redención y esperanza, aunque cada día sabían más a mutismo y hielo.

Al amanecer, ella lo vestía con rutinario esmero, anudando las frases al silencio, quizás así evitaba el estallido de pupilas que guardaba por miedo a quebrar la inquietante calma. Le imaginaba diciendo, rompiendo el eco exacerbante de la nada.
Le alcanzaba a besar la estela de su partida cuando él salía al mundo provisto de escudos y espadas, escudado de la estampida y del tumulto, escudado quizás, de ese beso que le hablaba.

Otro día se levantaba sin grandes pretensiones ni sorpresas, ella dio un par de vueltas sobre su abismo y se recostó sobre el lado de él en la cama, husmeó sus aromas, se derritió en el precario calor que dejaban las sábanas. Imaginó su beso errante atracando al fin en su originario destino, recordó esas primeras noches navegantes en que los besos no eran esquivos y las pieles brotaban en salinos caudales. Asombrada de sus poros percibió la humedad que emanaba de la selva esteparia de su cuerpo, fluyendo y socavando los territorios en sequía, latía fuego en el torrente de su sangre, embistiendo los volcanes que se hallaban silenciosos, haciéndoles empinarse voluptuosos, ardientes, sofocantes, estallando en lavas intensas que derramaron sigilosamente soberanía por su carne.

Inusitadamente coqueta miró al vacío, se le resbaló una mirada hacia el fondo del abismo, se sorprendió empuñando sus sueños infinitos y tuvo miedo de sus paredes, de su universo y del frío.

Esa tarde lo espero distinta, llevaba el cabello vestido de mujer, aguardó paciente el cotidiano beso lanzado al aire pero esta vez no lo recogió de la alfombra sino que se embarcó decidida hasta su boca, y su lengua lazarilla, hizo todo lo demás.
Lamió su pecho como loba a su presa, bajó intrépida hasta la raíz de sus sudores, abrió su blusa ceñida y desafiante, le obsequió en la boca sus enhiestos volcanes, lo acogió entre sus muslos, antes firmes, hoy deseantes, bebió gota a gota la ola palpitante que en su vientre se hizo océano, algas y corales.


“Te amo”, dijo una voz de hombre, una voz olvidada, tímida y asedada.
“Te amo” dijo el hombre que se armaba día a día sin mirarla, con una argolla en el dedo y las sienes plateadas.
“Te amo”, le dijo el recién cautivo, con la vista emborrachada entre su cuerpo de hembra intacta.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

VII

¡Ámame! le rogaba Ella con un grito en la mirada y en la voz, un rubor avergonzado.

Cada tarde se acercaba a sus ojos, esos ojos teñidos de selva esteparia.
Los besaba con labios brutalmente vivos, y se apartaba de ellos con la boca teñida de delirios. Cada noche le hablaba de sus tormentos, los que iba relatando con inusitada calma, se sentaba a sus pies con derrotado encanto cubriéndose la inercia con una manta. Le hablaba de los días que traicionan, de las horas que resbalan, le contaba de paisajes no encontrados y de todo aquello que iba perdiendo casi sin darse cuenta.

Al despertar, le saludaba con los sueños enredados, no esperaba la respuesta y se marchaba serena, durante el día le pensaba con silencio enamorado y esperaba las 6 con un latido entre las piernas.

Ese atardecer llegó a casa llorando, maldiciendo las calles con su gente tatuada, odiaba el otoño y el suicidio de las hojas hacia el viento. Lloraba sin consuelo, aunque lo buscaba.
Se abalanzó a sus brazos, se tendió en su pecho, mientras litros de sus lágrimas le iban cubriendo.

¡Ámame! le rogaba con un suspiro empapado, mientras la tristeza se le licuaba tras los párpados.

Una saliva amarga le hizo abrir los ojos y tembló de horror al ver un lago de colores exudando del rostro de su hombre. Estiró sus manos para alcanzar las pupilas verdes y palpó el lienzo húmedo e inerte.
Tocó los labios que derretían besos hasta el suelo, trazó con gélido espanto el perfil y las facciones que transfiguraban perversamente los gestos de aquel (su) hombre.
Vio escurrir entre sus dedos, su engendro de grafito y tinta, y vio desdibujarse entre sus manos su propia vida

¡Mátame!, le rogó con un ahogo desahuciado, mientras veía diluirse lentamente, aterrada y atenta, un amor diseñado con la pasión inventada tras todas sus ausencias.

¡Mátame! Le rogó, odiando sus lágrimas verdugas, ¡mátame ahora con las tuyas!.

Bebió gota a gota el óleo maloliente, y se tendió a sus pies, a pintar la muerte.