Tras
cada nueva visión Ella cerraba los sentidos, arrancaba hacia el crepúsculo de
su armario y así, colgando en el vacío, decidía olvidar las sucesivas imágenes
aterradoras y escalofriantes, para calmarse, para creer, para engañarse.
Se
desprendieron de su luz 24 lunas nuevas y ella permanecía decidida a su ceguera,
alejada de su naufragio, temblando como una sobreviviente envejecida por el
cansancio, velando los restos de la profetisa que le zumbaba el oído de vez en
cuando. Temía mirarla de frente y descubrir en sus ojos moribundos todas las
verdades, temía a su propia esencia, tempestad desatada de imágenes errantes,
temía que cesara el irremediable sueño salvador
de sus propios miedos, prefería el hipnotismo que le ofrecía su instinto
claudicado.
Hasta
aquel día.
En
que el sol se sumergió en su crepúsculo, afilado, punzante, y su luz penetró en
todos sus sentidos, despertándola de la muerte o del sueño, atravesando el
armazón de sus pupilas, para arrancar las sombras de su fantasía o su falso paisaje.
Ardía en el miedo, quería volver a su oscuro armario, pero ya no quedaban
huellas de regreso y tuvo que mirarlo.
Ahí
estaba él, desnudo, develando a la bestia que respiraba por sus poros, el mismo
de sus imágenes aterradoras y escalofriantes, pero Ella ya no podía engañarse.
Lo vio lamer sus manos ensangrentadas por los corazones heridos y devorados,
pudo oler la hiel que derramaban sus labios, de tanto mentir se transformó su
boca en una gruta ajada y sórdida, de tantas pieles que tuvo entre sus dedos,
se le adormeció el tacto, y las caricias se transformaron en espejos rotos mutilando
los cuerpos que confiaban en su abrazo.